POR UN INTERNO DE UNA CÁRCEL DEL DF
Ciudad de México (07 de enero de 2008).- Son las cuatro de la mañana. Escribo esto un poco a ciegas, sentado en una tabla sobre el excusado. No quiero hacer ruido para que nadie se entere aquí adentro lo que escribo, pero sí quiero que se enteren afuera. Es necesario.
En la cárcel los días son más largos, las ratas más gordas y los muertos más baratos. A las pocas horas de mi ingreso ya lo había podido comprobar.
Es un mundo difícil de imaginar por quienes están afuera y que solamente conocemos los que lo hemos recorrido. Es una concepción distinta del bien y del mal, de la vida y la muerte, del tiempo y el espacio.
¿A qué hora comienza un día en la cárcel? Nadie lo sabe y a nadie le importa, porque depende de tantas cosas ajenas que la salida del sol es lo de menos.
Aquí no se cuenta el tiempo por horas, sino por rutinas, una cadena sin fin de rutinas.
Cada quien tiene la suya y si no, es mejor que se la invente para tener menos tiempo para pensar.
Una cadena sin fin de rutinas, hasta que una desgracia la interrumpa, siempre una desgracia, porque aquí no hay buenas noticias, todas son fatalidades: uno picado, otro chineado, corbateado el de más allá, otro que "le ganó al juez", que no alcanzó a conocer su sentencia.
Hasta los bichos de cuatro patas tienen sus propias rutinas y hay que aprenderlas pronto para evitarse sorpresas desagradables: la hora de las cucarachas, cuando comienzan a salir de todas partes y brotar del excusado; la hora en la que los piojos salen de paseo y las arañas de cacería o el momento preciso en el que las ratas pierden el miedo y la vergüenza, para caminar entre todos.
Yo pensé que nunca me iba a habituar, hasta que te das cuenta de lo inútil que es asustarte, quitarte un zapato apresurado para tratar de matar una cucaracha cuando, de pronto, descubres otra todavía más grande, más veloz y más lejos de tu alcance.
Poco a poco pasas del susto al asco, del asco al enojo, al hartazgo, al fastidio, al cansancio y, finalmente, a la tolerancia.
Casi todos recibimos el día despiertos, y así seguimos durante horas, encerrados, apandados, en celdas de menos de veinte metros cuadrados, más de veinte personas, hablando sin parar de lo que somos, lo que hemos hecho y, principalmente, lo que vamos a hacer nomás salgamos.
En estos hoyos atestados se multiplican las cadenas delictivas, crecen las redes criminales, los contactos aumentan y los compromisos se fortalecen.
"Si antes de la cárcel no fumabas, aquí a huevo te vas a drogar", advierte Israel. Y de alguna manera tiene razón. Porque cómo vas a evitar, en ese agujero, respirar lo que otros fuman, mota o piedra, aunque hay muchos que se llenan de chochos o se la pasan activando, o chupando y algunos pegándole a las tachas.
No hay compromisos más fuertes que los hechos en la cárcel. El encierro y las vejaciones te identifican y acercan. Tus experiencias y las mías y en medio de todos, la droga como un dios.
Claro que no todo es tan fácil. Los que se las saben son más precavidos y ven venir las broncas; la mayoría no.
Cualquier cosa puede ser motivo de una pelea: un comentario, un movimiento, una mirada, una risa, una estupidez cualquiera para que aflore el heroico macho que todos llevamos dentro, saque una punta o un fierro y pique al ofensor ante el regocijo de los demás.
Y esos reos ya tienen lista la cobija en la que van a llevar al "servicio méndigo" a su drogado compañero, desangrándose y todavía insultando.
Aquí, como afuera, la droga y el alcohol sirven para darnos valor, para perder la conciencia, para estar listos a lo que venga.
"Para estar en forma a la hora de trabajar", explica el mismo Israel, el mismo que se la tiene sentenciada a su compadre Arnulfo, ya que por su culpa "el trabajo (un secuestro) valió madre porque por pendejo se le pasó la mano con la piedra y se quedó dormido, el muy güey, pero nos la va a pagar; nomás estamos esperando que esto se enfríe pa' que no haya tanto pedo".
Las celdas son cuartos cerrados, atestados de cosas, en los que viven más de veinte personas, hacinadas, apretadas, apachurradas. Todo apesta: el excusado tapado siempre, la comida que se echó a perder, los humores de más de veinte cuerpos sin baño, el sudor de la miseria y el miedo, la peste insoportable de los pies.
¡Dios!, cómo pueden oler tan mal los pies, los hedores de la sangre seca y las llagas infectadas, pero por encima de todos, el imperioso olor a mota que se pega en toda la ropa y se queda en la piel como tatuaje de la Mara.
En estos momentos de espera o cuando nos pasan lista en el patio nos ponen a todos en cuclillas o de rodillas en el asqueroso suelo lleno de escupitajos o inmundicias. Aquél que no obedece o se tarda en hacerlo o simplemente quiere echar relajo es bajado a punta de golpes con varas, varillas, toletes.
Recuerdo claramente un pedazo de tronco, lijado y redondeado, con el que el custodio golpeaba diariamente piernas y costillas entre insultos y carcajadas. En el sólido tronco se leía, escrito con plumón indeleble: "Haquí están tus desechos umanos".
Si en las penitenciarías los reos estamos revueltos, en los reclusorios las combinaciones son peores y peligrosas en extremo.
No únicamente se reúnen los enemigos, sino que se mezclan homicidas con violadores, defraudadores con ladrones, ancianos con homosexuales, locos con cuerdos, secuestradores con roba autos, clonadores con pornógrafos infantiles, extranjeros con mexicanos, jóvenes con viejos, policías y funcionarios, magistrados e iletrados, narcos con carteristas, mariguanos con cocainómanos, todos en un interminable enjambre que convive las 24 horas.
Además del problema original y del desorden que impera, hay otra razón que hace imposible la correcta clasificación: la saturación y el hacinamiento. ¿Qué orden puede haber en este retacado infierno?
Como me dijo una trabajadora social: "Así de repletos, solamente podemos clasificarlos de dos maneras: unos, los vivos, y otros, los muertos más no sabemos".
Y lo peor es que aquí en la cárcel la diferencia entre estar vivo o muerto puede ser un solo peso.
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Entre murciélagos, Shakiras y Paulinas
Segunda de cinco partes
POR UN INTERNO DE UNA CÁRCEL DEL DF
Ciudad de México (08 de enero de 2008).- Las noches tras las rejas son horas interminables en las que nadie puede dormir.
Los más afortunados cuentan con camarote, que son planchas de metal empotradas en la pared del ancho de un catre individual. Ahí dormimos de dos en dos.
Hay seis camarotes por celda, pero uno se utiliza como cocina o mesa multiusos y uno más de altar a la Santa Muerte o la Virgen de Guadalupe o, más eclécticamente, a la Santa Muerte, la Virgencita de Guadalupe, San Judas Tadeo, San Charbel y San Jesús Malverde.
Pero, imagínense, a ocho personas acomodadas de dos en dos en esos catres de metal, otro sentado en el excusado ya que así dormirá, y los restantes de pie o sentados en el suelo, mientras esperan el momento de acomodarse para tratar de dormir.
Seis o siete, nalga con nalga, en el suelo, otro más en una hamaca tendida de camarote a camarote sobre ellos, otros dos o tres sentados en los huecos y, finalmente, "los murciélagos", tres o dos, quizá cuatro, a los que les toca amarrarse del pecho a la puerta o a las escaleras para dormir de pie.
En estas condiciones se entiende que a nadie le haga ilusión dormir; por eso la rutina es de noches interminables hablando, planeando, aprendiendo bajo el confortable manto de la droga.
Amenazas, advertencias, plazos, cuotas, sentencias y hasta perdones en este cotidiano aquelarre. Todas las noches son cientos, miles de ceremonias informales que convierten cada celda en tribunal, conciliábulo, rave, conspiración o aula.
Juan Andrés acababa de cumplir 19 años cuando llegó al reclusorio. Es, o era, primodelincuente, o sea, de esas personas que llegan por primera vez a la cárcel, sean culpables o no, de todas formas son "primos".
Llegó acusado de robo de un celular; él decía que era inocente, quién sabe, pero se fue libre bajo fianza unos cuatro meses después. Fueron más de 120 días, y noches, en los que se volvió "piedroso", aprendió a "trabajar", fue reclutado por el "Carotas" y se integró a una banda de secuestradores exprés.
Un ejemplo entre miles de los egresados de estas escuelas nocturnas, de estos cursos intensivos en las universidades del crimen.
Eliseo se robó cuarenta y dos pesos. Estuvo tres meses en la cárcel y salió como miembro de una banda de asaltantes de cajeros automáticos. Jair, 20 años, se robó una chamarra; salió tres meses más tarde, salvajemente adicto al activo y como "proveedor" de autopartes.
Ellos, como yo, pasamos por estas clases, por este aprendizaje de las noches en prisión.
Muchos duermen de noche, muchos duermen de día; la mayor parte dormimos a ratos, cuando se puede y como se puede. Como en el viejo chiste, dormimos como bebés: nos despertamos cada dos horas, llorando. También la tristeza puede convertirse en rutina.
Quizá por eso aquí en la cárcel casi no hay saludos ni buenos deseos ni frases protocolariamente corteses. Quizá por eso aquí el tradicional "buenos días" se ha convertido en "menos días".
Pero sí, hay ratos de calma y silencio: Yo los aprovecho para ir al baño, o sea caminar solamente tres pasos entre los cuerpos dormidos en el suelo y casi sin luz, escribir estas impresiones antes de que se me olviden o se me confundan como otras muchas historias.
Además, en las noches y días de prisión se dan los más extraordinarios romances.
Uno de los espectáculos más frecuentes es ver a través de las rejas cómo -por patios, pasillos y azoteas- las gigantescas ratas le lamen los hocicos a los rechonchos y satisfechos gatos. Pero estas inusuales relaciones son apenas un atisbo de lo que sucede dentro de las celdas.
Hay enamoramientos, flirteos, celos, pasión, coquetería, intrigas, sexo, mucho sexo. Solamente falta un elemento: la mujer, aunque para muchos ni falta hace.
Ingrid dice que no ha tenido suerte con los hombres. "Siempre se han burlado de mí, aunque los he querido de veras y hasta los he mantenido, pero acaban golpeándome".
Hasta que se hartó y con una botella llena de "Presidente" le rompió la cabeza "al pior de todos", y luego con la botella rota lo picoteó y como gata lamió las heridas. "¿Nunca has probado la sangre con Presidente? ¿Adivina por dónde empecé a lamerle?".
Ingrid, por supuesto, es hombre; como lo son Verónica, Haydeé, Paulina, Francis, Paulette, Virginia, Samantha, Shakira y un larguísimo etcétera que recorren pasillos y dormitorios ofreciendo sus servicios, a oscuras o a plena luz del sol.
Marilyn cometió el error mayor. Aquél que aquí tiene las peores consecuencias: se enamoró, y lo que es todavía peor, se enamoró de un custodio.
Ella, él, lo explica como una fatalidad: "Era inevitable, es tan guapo, tan fuerte y cuando quiere te habla tan bonito que hasta se te olvida que estás en la cárcel".
Aunque el mismo custodio se encargaba de recordarle a punta de golpes, que sigue en prisión. Y no cabe duda que tenía la mano pesada, aunque era cuidadoso de cumplir la principal petición de Marilyn: "en la cara no".
Todas son, y perdón por la franqueza, horribles. Hombrunas, de rasgos duros y hasta brutales, feas, gordas, grotescas, sucias, viejas, ajadas. Todas, excepto Jacqueline.
A veces por las noches hay fiesta. "Los padrinos" inhalan coca, fuman mota y se emborrachan con cubetas llenas de alcohol de caña y Coca Cola. Como en cualquier cantina, a media luz, juegan, discuten, bromean, convidan a los custodios y a las tres o cuatro de la mañana mandan por "las muchachas" para bailar y "acabar bien la fiesta".
Cada uno de nosotros, los prisioneros, tenemos derecho de una visita íntima a la semana. Es la visita privada del cónyuge ya sea esposa o concubina; son unas veinte habitaciones para miles de reos que las solicitan.
A Irving lo venía a ver su esposa. Después de un mes se enteró que luego de verlo a él pasaba a "el pueblo" a visitar a otro reo que había conocido aquí en una visita. Irving ya salió libre, pero ella sigue viniendo.
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Como animales en estampida
Tercera de cinco partes
POR UN INTERNO DE UNA CÁRCEL DEL DF
Ciudad de México (09 de enero de 2008).- En los patios están los muchos que prefieren esperar el día jugando dominó o baraja, o los que ven televisión o copias pirata de los más populares estrenos en sus flamantes DVD o los que fuman mota con las grabadoras a todo volumen oyendo cumbias, boleros o narco-corridos.
Y es en esos patios donde se forman largas y apretadas filas, sobre todo apretadas, peor que en el Metro, para evitar que alguien se cuele en busca del "rancho", como llamamos al alimento diario.
La mayoría de los internos comemos "rancho", aunque hay dormitorios, los de los "payos" y los "padrinos" en los que prácticamente ni se toca porque aquí también, a pesar de Marx todavía hay clases.
En algunas ocasiones, y sólo por diversión, el custodio en turno ordena que "el rancho" se reparta al otro lado del patio.
Entonces, la compacta cuerda, apretada a más no poder, se desintegra y todos, como animales en estampida, cruzamos el patio porque nunca sabemos si el "rancho" alcanzará.
Por las mañanas, generalmente, el desayuno es de café negro, o algo que se le parece, un bolillo o telera y huevos, a veces revueltos, a veces duros y a veces no hay.
En las comidas no faltan los frijoles rancheros y las tortillas recién hechas; casi siempre hay alguna pieza de pollo o codillo o una especie de salchichas navegantes en un misterioso caldo.
Y por las noches volvemos al café con bolillo y, ocasionalmente, un sabroso arroz con leche.
El "rancho", como tantas otras cosas, es un gigantesco negocio.
Jonás es "ranchero" desde hace varios meses. Vende "por fuera" cada bolillo, botes de comida, roba del café y el arroz con leche y se impone, a fuerza de violencia, a la hora de repartir el "rancho". Nadie lo quiere, pero nadie le dice que no.
En prisión el fundamento de la readaptación está en la llamada Divina Trinidad: Estudio, Trabajo, Deporte. Lo repiten las autoridades y aseguran que así lo establecieron los que saben, y citan a Don Sergio García Ramírez.
Pero, casi como el estudio, el deporte no es algo que apasione practicar a las mayorías en la cárcel. Si acaso les gusta meterse al gimnasio por horas o ir a las barras metálicas en lo que aquí se llama "el valle de los mamados".
El trabajo lo puedes hacer en tres modalidades: primero, por tu cuenta, lavando ropa, planchando, fregando los cantones, haciendo la fajina, llevando y trayendo mandados, de guaruras, guardaespaldas, escoltas.
Segundo, trabajando para la institución en funciones de limpieza y mantenimiento y cobrando una módica e irregular gratificación.
Puede faltar el agua, la luz y hasta la comida, pero sobran los secretarios, asistentes, ayudantes, consejeros, asesores, guaruras, mayordomos, meseros, cocineros, pinches, porteros y, si se pudiera, choferes.
Todo por unos cuantos pesos diarios.
Y tercero, trabajando como "comisionado" para la institución, sin paga, pero ganando beneficios como reducción de penas, externaciones, etcétera. Son los cocineros, panaderos, secretarios, mensajeros y office boy, aquí llamados "estafetas".
También hay muchos que se dedican al comercio. Tienen principalmente, negocios de comida.
Hay puestos de tacos de canasta, de guisado, de bistec, de suadero, longaniza, al pastor, de "gua gua coa", de birria, quesadillas, sopes, huaraches, tortas, pambazos, hamburguesas, hot dogs, hot cakes, pan dulce, atole, café, té, licuados, arroz chino, migas los miércoles, pozole los viernes.
Del sabor no hay queja, de los ingredientes y limpieza, mejor ni hablamos.
En fin, esa es la Divina Trinidad de la readaptación: Estudio, Trabajo y Deporte.
Como decía la profesora Enriqueta, del Departamento de Sicología: "Las cárceles están llenas de pobres y pendejos o de pobres pendejos; porque los buenos siguen afuera, los malos son los que están aquí; son tan malos que los atraparon".
Como la historia de Manuel y los Chávez.
El mismo Manuel la cuenta ahora con un lamento ante la ironía de la vida.
A nadie odiaba más en el mundo que a los Chávez. Y había prometido matar a los tres.
Cuando tenía 18 años, una noche lluviosa de septiembre, Don Eliseo, su papá, recibió una visita. Era Don Chávez con sus dos hijos y pensó que querían hablar en privado. Salió de su casa para que no lo oyeran su mujer y sus ocho hijos.
Nunca se las malició. Quizá porque Juan Chávez era de toda su confianza, amigo de siempre, aunque trajeran una bronca de dinero.
Con el ruido de la lluvia sobre la puerta de lámina y el escándalo de la tele, nadie oyó nada, hasta que Manuel vio el charco de sangre que se metía por debajo de la puerta. Afuera sólo quedaba el cadáver de su padre, cosido a puñaladas y con la cara destrozada.
Manuel juró vengarse. Y un miércoles por la tarde se coló en la carnicería de Juan Chávez y, detrás del refrigerador y debajo de la báscula, con sus propios cuchillos y mazos, lo mató.
Ni huyó ni se escondió. Se despidió de su familia y llegó aquí, a la cárcel. Los Chávez se la sentenciaron a muerte y en prisión ya lo estaban esperando.
Pero "El Gorila", otro recluso, le hizo el paro. Lo hizo su "monstruo": siervo, cocinero, lavandero, mensajero, escolta, esclavo... todo a cambio de protección.
Afuera, los Chávez seguían con su venganza contra Manuel: asesinaron a su hermano Elías y golpearon, violaron y mataron a su hermanita Angela.
Un día, "El Gorila" le dio a Manuel una punta y unos fierros para proteger a unos primos que cayeron en la cárcel. Fue muy claro: con su vida respondía por la vida de los otros dos.
Cosas del destino, esos dos eran los hermanos Chávez. Ahora, todo el día vemos juntos a Manuel y los Chávez, seguramente como andaban juntos de niños y sus papás eran amigos.
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Chito, Don Félix y el reino del celular
Cuarta de cinco partes
POR UN INTERNO DE UNA CÁRCEL DEL DF
Ciudad de México (10 de enero de 2008).- Dicen, y dicen bien, que la información es poder. Aquí en la cárcel lo comprobamos quizás mejor y más inmediatamente que en cualquier otro sitio.
Nuestras prisiones pueden ser lugares de reclusión, de aislamiento, pero nunca de incomunicación.
Como todas las sociedades, la cárcel crea sus propios sistemas de información. El sistema interno se basa en el rumor, que aquí viaja a la velocidad de la luz.
Un día por la tarde, al acabar la visita, un grupo de cuatro atacó, robó y picó a un muchacho. Lo vi claramente. El agredido trató de detener con la mano el borbotón de sangre mientras corría, cojeando, al servicio médico.
La larga avenida que pasa frente a las entradas de los dormitorios y lleva al servicio médico siempre está llena de gente caminando, vendiendo, robando, ofreciendo mota. Ese día no hubo ninguno, ni uno solo que lo ayudáramos.
Los que estaban en su camino se iban abriendo paro dejarlo pasar y, de ser posible, no mancharse de sangre.
Para cuando llegué a mi dormitorio todo mundo estaba enterado y cuando llegué a la celda me describieron en detalle lo que pasó: el nombre del herido, quiénes lo hicieron y lo que le quitaron. No habían pasado ni cinco minutos.
Aquí se sabe todo, incluido lo que pasa en el "México real". Sabemos inmediatamente de los operativos en Iztapalapa o Tepito, de las detenciones en San Lorenzo Tezonco o El Peñón Viejo, de los muertos hallados por El Hoyo o en Canal Nacional, de las guerras de bandas en Santa Lucía o la Cuchilla.
No importa estar dentro o fuera de la cárcel, lo que importa es no salirse de la jugada. Y para eso hay muchos canales por los que la información fluye: personales, escritos, telefónicos. Obviamente mientras más privados, mejor, como un celular.
Aquí adentro no es difícil tener un celular, pero sí es caro y riesgoso.
Al "Chito", que estaba en un cantón con narcos poderosos, le encontraron un celular. Los custodios sabían que no era de él, pero el "Chito" aguantó, no se ponchó ni borregueó, solamente repetía que no sabía de quién era.
Se lo llevaron a las celdas de castigo. Horas después lo sacaron. Por supuesto, los narcos habían negociado y pagado. Todo quedó en 60 mil pesos.
Eso pasa cuando las cosas no se hacen bien y con discreción. En los dormitorios de "los payos" hay muchos celulares, así como en las celdas de los presos poderosos.
Creo que quizá, de todos los reclusorios y penitenciarías, el único prisionero célebre al que se mantuvo realmente incomunicado fue a Carlos Ahumada.
Para evitar los castigos por tener un celular la vía más común es pagar "renta" a los custodios. Así se hacen de la vista gorda o nos avisan de los operativos.
Además, el teléfono se debe usar poco, lo estrictamente necesario; en su mayoría, llamadas breves, en claves y códigos. Pero puede usted estar completamente seguro de que diariamente de los penales salen cientos, quizá miles de llamadas de celular.
Don Félix capitanea una parte importante de una banda internacional de robacoches; lo hace desde aquí, desde la cárcel. A horas preestablecidas, con gran puntualidad, se enlaza a través de su celular con sus "socios", algunos afuera y otros... ¡en otras prisiones!
Puente Grande, Topo Chico, La Palma, los reclusorios del Distrito Federal, Santa Martha, y en general cualquier penal puede intercomunicarse.
Lo hacen diariamente por medio de celulares que se enlazan por los teléfonos convencionales y sus servicios prácticos "llamada en espera", "sígueme" o "tres en uno".
Son virtuales "juntas de trabajo".
En cambio, el universo de los teléfonos convencionales es totalmente distinto.
Si Telmex supiera lo que pasa aquí adentro con sus aparatos y sus líneas, seguramente les pondría más atención.
Hay poco más de cien teléfonos públicos por penal, de los cuales generalmente sirven la mitad. Son unos sesenta u ochenta teléfonos para poblaciones de miles de personas con necesidades, urgencias reales de comunicación.
Pero si los aparatos no funcionan realmente el menos culpable es Telmex.
Diariamente son dañados, maltratados, golpeados, pintados por muchos de sus usuarios. Si la esposa se fue, el compadre no aparece, el abogado se hace "güey", el de la fianza no te presta, es el teléfono el que la paga.
Hay imágenes como para recomendárselas a Arturo Elías o a Carlos Alazraki para una campaña, en las que el teléfono se convierte en nuestro fetiche y se transforma en la persona con la que hablamos. Los teléfonos son abrazados, acariciados, apapachados o insultados, golpeados, pateados de acuerdo cómo nos vaya en la conversación.
Nunca falta el ingeniero que, desesperado porque no hay línea, aprieta compulsivamente todos los botones, mete y saca la tarjeta, cuelga y descuelga una y otra vez hasta que, finalmente tecnología mexicana, termina agarrando a madrazos el aparato.
Y aún así, muchos siguen funcionando.
Uno de los negocios más florecientes aquí en la cárcel es la venta y renta de claves telefónicas. De directorios telefónicos, preferentemente empresariales, obtienen los números telefónicos y claves de compañías de México, Monterrey, Veracruz, León, Acapulco, Mérida y "se cuelgan" de ellas, se las piratean y llaman con cargo al número de las empresas.
He visto cómo llaman a Estados Unidos, España, Brasil, Argentina y, desde luego, muchos a Colombia, Venezuela y Bolivia. Son llamadas de negocios que pueden tardar hora y media o dos horas.
Éstos son solamente algunos de los negocios y especialidades con los teléfonos. Hay quienes se especializan en tarjetas con chips recargables, hay otros que venden tarjetas robadas.
Por eso se dice que la información es poder. Cuando menos en la cárcel lo es.
Según el sapo es la pedrada
Quinta y última parte
POR UN INTERNO DE UNA CÁRCEL DEL DF
Ciudad de México (11 de enero de 2008).- Todos somos expertos. A mí me ha tocado con homicidas, violadores, secuestradores, narcos, defraudadores, pandilleros, polleros, clonadores de tarjetas, raterotes, raterillos, policías encubiertos, extorsionadores y, también, inocentes y locos. Pero todos expertos.
La cárcel, como se ha dicho, no es una escuela del crimen, es una auténtica universidad, cuyos egresados cada vez encuentran más trabajo en las calles. No hay problema de desempleo, muchas veces la chamba se consigue desde aquí adentro.
Es asombroso lo que saben y no se engañan; entienden en qué se equivocaron, saben quién los puso, no confían en nadie no probado, ni amigos, cómplices o familiares y mucho menos en "la tira". Sin embargo, comienzan de nuevo, saben mejor con quién sí y con quién no, y comienzan a tejerse nuevas redes de la inmensa telaraña.
No son habladurías, "guaguareos" o exageraciones, sino el intercambio de información no clasificada pero útil que se comparte noche tras noche.
Los viejos se jactan y los jóvenes, la mayoría, abren sus inyectados ojos.
Saben cómo son los detalles de las joyas más sofisticadas, cuáles las características de los relojes finos, cuántos los equipos de seguridad de los autos más caros, quiénes los responsables de custodiar a personajes políticos, empresariales, del espectáculo o del deporte. No lo suponen, lo saben.
En una de esas noches, ricas en referencias, marcas, nombres, datos, había dos de la Mara Salvatrucha. Al principio no sabían de qué se hablaba, en la madrugada ya hasta apuntes habían tomado con disimulo.
Las bandas actualizan permanentemente su información y renuevan su personal. Todas reunidas, y no nada más juntas sino hacinadas, obligadas a convivir y sobrevivir juntas.
Pero no pensemos que se limitan solamente a la República Mexicana. También se habla de quiénes compraron propiedades en Coronado o San Diego, de quiénes descansan en la Isla del Padre o los que compraron en Key Biscayne y cenan en el Capital Grill.
Sin salir de la celda he recorrido Centroamérica, desde Belice hasta Panamá; he aterrizado en Barranquilla, Boyacá o Cundinamarca; he recorrido los muelles y las Atarazanas en Barcelona; he llegado hasta Ammán y Damasco.
Es otra forma de conocer y recorrer el mundo.
Son miles y miles que duermen todo el día y se despiertan nomás al "rancho", que se la pasan "incubando" laicos, piojos, que no hacen más que perder el tiempo pensando cómo conseguir dinero urgente.
Y esos son los que menos daño hacen. Están también los otros, los que no trabajan, pero sí se levantan, despiertos, listos para trabajar, para seguir trabajando en lo que saben: robar, asesinar, secuestrar, extorsionar.
Y también son miles y miles, cada vez más, que entran diariamente a esta universidad del crimen a especializarse, con la seguridad de que la mayoría saldrá con un trabajo garantizado.
A sus 21 años de edad, Aníbal nunca ha tenido un empleo formal. Ha hecho muchas solicitudes sin suerte. Está aquí por robo de autopartes, aunque estudió programación. Aquí sus conocimientos han sido valorados. Le urge salir porque ya tiene un trabajo: lo reclutó una banda de clonadores de tarjetas.
El trabajo ennoblece y, finalmente, Aníbal consiguió uno.
A Leonardo se le había complicado la vida, pues le desmantelaron su red de clonadores de tarjetas; sin embargo, en menos de dos meses ya tenía una nueva, ahora de secuestradores. Los reclutó entre los jóvenes presos.
Leonardo valoraba su inteligencia y habilidades, sus deseos, sus deseos y necesidades, sobre todo hablaba con los que se iban a ir más pronto y les contaba del gran mundo, del otro, del de los ricos y los ponía en contacto con la gente de fuera, su gente que, por cierto, ya los tiene "trabajando".
Aunque el reglamento señala que no se deben mezclar sentenciados con procesados, la realidad es que es una combinación permanente.
Estas mescolanzas se dan a todos los niveles, pero especialmente en Ingreso y COC (Centro de Observación y Clasificación). Ahí, de entrada, no hay la menor diferencia entre un reo y otro; las únicas diferencias las hace el dinero.
Las cárceles no son escuelas, son universidades del crimen. Y, por cierto, universidades muy caras, como la Ibero, el Tec, la Anáhuac o una maestría en el ITAM.
Aquí todo cuesta, y con dinero todo o casi todo, se puede.
Los custodios afirman que para su trabajo necesitan ser sicólogos. Algo hay de eso, pero más que sicología lo que han desarrollado es una habilidad natural para conocer y reconocer a los reos, principalmente en sus capacidades económicas.
Si bien todo tiene una tarifa, nos encontramos ante el sistema tarifario más variado y flexible del mundo, que solamente responde al principio financiero que asegura: "según el sapo es la piedra". Por eso es tan importante saber reconocer al sapo.
Para un custodio solamente hay dos tipos de internos: los "erizos" y los "padrinos" o "payos". Los primeros no tienen dinero y lo tienen que conseguir haciendo "la fajina": limpiar los patios, llenos de orines y excrementos ¡con las manos!, recoger basura por basura, escupitajo por escupitajo, acarrear los tambos de basura, limpiar escaleras y pasillos, etcétera.
"Los padrinos" son los mimados del sistema. Tienen TV, propia o alquilada, DVD, VCD, grabadoras, walkmans, ventiladores, hornos de microondas, sartenes eléctricos, lámparas, regaderas eléctricas, licuadoras, planchas. Todo se puede, o casi todo.
Ropa nueva, cobijas, joyas, altares, cocineros, meseros, escoltas, lavanderos, mensajeros. A veces pagan mensualmente, semanalmente, diariamente o por evento.
De este dinero, el de "los payos", hay más movimiento en los reclusorios que en las penitenciarías. Y éste es solamente el dinero chico, el circulante, el de diario. El otro, el importante, es el que no se ve.
Bastaría un día aquí, sólo un día para entender que la cárcel no es la solución sino un inmenso problema, no solamente para los que estamos adentro y nuestras familias, sino para todo mundo, para toda la sociedad.
En la descascarada pared de una celda que me ha tocado, sentenciaba una cuarteta:
"Adiós pinche reclusorio
de tus muros me alejo,
bien sabes que no estuve aquí por ladrón,
sino que caí por pendejo".
Una completa confesión de arrepentimiento y de readaptación. Así vuelven a las calles.
Ciudad de México (07 de enero de 2008).- Son las cuatro de la mañana. Escribo esto un poco a ciegas, sentado en una tabla sobre el excusado. No quiero hacer ruido para que nadie se entere aquí adentro lo que escribo, pero sí quiero que se enteren afuera. Es necesario.
En la cárcel los días son más largos, las ratas más gordas y los muertos más baratos. A las pocas horas de mi ingreso ya lo había podido comprobar.
Es un mundo difícil de imaginar por quienes están afuera y que solamente conocemos los que lo hemos recorrido. Es una concepción distinta del bien y del mal, de la vida y la muerte, del tiempo y el espacio.
¿A qué hora comienza un día en la cárcel? Nadie lo sabe y a nadie le importa, porque depende de tantas cosas ajenas que la salida del sol es lo de menos.
Aquí no se cuenta el tiempo por horas, sino por rutinas, una cadena sin fin de rutinas.
Cada quien tiene la suya y si no, es mejor que se la invente para tener menos tiempo para pensar.
Una cadena sin fin de rutinas, hasta que una desgracia la interrumpa, siempre una desgracia, porque aquí no hay buenas noticias, todas son fatalidades: uno picado, otro chineado, corbateado el de más allá, otro que "le ganó al juez", que no alcanzó a conocer su sentencia.
Hasta los bichos de cuatro patas tienen sus propias rutinas y hay que aprenderlas pronto para evitarse sorpresas desagradables: la hora de las cucarachas, cuando comienzan a salir de todas partes y brotar del excusado; la hora en la que los piojos salen de paseo y las arañas de cacería o el momento preciso en el que las ratas pierden el miedo y la vergüenza, para caminar entre todos.
Yo pensé que nunca me iba a habituar, hasta que te das cuenta de lo inútil que es asustarte, quitarte un zapato apresurado para tratar de matar una cucaracha cuando, de pronto, descubres otra todavía más grande, más veloz y más lejos de tu alcance.
Poco a poco pasas del susto al asco, del asco al enojo, al hartazgo, al fastidio, al cansancio y, finalmente, a la tolerancia.
Casi todos recibimos el día despiertos, y así seguimos durante horas, encerrados, apandados, en celdas de menos de veinte metros cuadrados, más de veinte personas, hablando sin parar de lo que somos, lo que hemos hecho y, principalmente, lo que vamos a hacer nomás salgamos.
En estos hoyos atestados se multiplican las cadenas delictivas, crecen las redes criminales, los contactos aumentan y los compromisos se fortalecen.
"Si antes de la cárcel no fumabas, aquí a huevo te vas a drogar", advierte Israel. Y de alguna manera tiene razón. Porque cómo vas a evitar, en ese agujero, respirar lo que otros fuman, mota o piedra, aunque hay muchos que se llenan de chochos o se la pasan activando, o chupando y algunos pegándole a las tachas.
No hay compromisos más fuertes que los hechos en la cárcel. El encierro y las vejaciones te identifican y acercan. Tus experiencias y las mías y en medio de todos, la droga como un dios.
Claro que no todo es tan fácil. Los que se las saben son más precavidos y ven venir las broncas; la mayoría no.
Cualquier cosa puede ser motivo de una pelea: un comentario, un movimiento, una mirada, una risa, una estupidez cualquiera para que aflore el heroico macho que todos llevamos dentro, saque una punta o un fierro y pique al ofensor ante el regocijo de los demás.
Y esos reos ya tienen lista la cobija en la que van a llevar al "servicio méndigo" a su drogado compañero, desangrándose y todavía insultando.
Aquí, como afuera, la droga y el alcohol sirven para darnos valor, para perder la conciencia, para estar listos a lo que venga.
"Para estar en forma a la hora de trabajar", explica el mismo Israel, el mismo que se la tiene sentenciada a su compadre Arnulfo, ya que por su culpa "el trabajo (un secuestro) valió madre porque por pendejo se le pasó la mano con la piedra y se quedó dormido, el muy güey, pero nos la va a pagar; nomás estamos esperando que esto se enfríe pa' que no haya tanto pedo".
Las celdas son cuartos cerrados, atestados de cosas, en los que viven más de veinte personas, hacinadas, apretadas, apachurradas. Todo apesta: el excusado tapado siempre, la comida que se echó a perder, los humores de más de veinte cuerpos sin baño, el sudor de la miseria y el miedo, la peste insoportable de los pies.
¡Dios!, cómo pueden oler tan mal los pies, los hedores de la sangre seca y las llagas infectadas, pero por encima de todos, el imperioso olor a mota que se pega en toda la ropa y se queda en la piel como tatuaje de la Mara.
En estos momentos de espera o cuando nos pasan lista en el patio nos ponen a todos en cuclillas o de rodillas en el asqueroso suelo lleno de escupitajos o inmundicias. Aquél que no obedece o se tarda en hacerlo o simplemente quiere echar relajo es bajado a punta de golpes con varas, varillas, toletes.
Recuerdo claramente un pedazo de tronco, lijado y redondeado, con el que el custodio golpeaba diariamente piernas y costillas entre insultos y carcajadas. En el sólido tronco se leía, escrito con plumón indeleble: "Haquí están tus desechos umanos".
Si en las penitenciarías los reos estamos revueltos, en los reclusorios las combinaciones son peores y peligrosas en extremo.
No únicamente se reúnen los enemigos, sino que se mezclan homicidas con violadores, defraudadores con ladrones, ancianos con homosexuales, locos con cuerdos, secuestradores con roba autos, clonadores con pornógrafos infantiles, extranjeros con mexicanos, jóvenes con viejos, policías y funcionarios, magistrados e iletrados, narcos con carteristas, mariguanos con cocainómanos, todos en un interminable enjambre que convive las 24 horas.
Además del problema original y del desorden que impera, hay otra razón que hace imposible la correcta clasificación: la saturación y el hacinamiento. ¿Qué orden puede haber en este retacado infierno?
Como me dijo una trabajadora social: "Así de repletos, solamente podemos clasificarlos de dos maneras: unos, los vivos, y otros, los muertos más no sabemos".
Y lo peor es que aquí en la cárcel la diferencia entre estar vivo o muerto puede ser un solo peso.
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Entre murciélagos, Shakiras y Paulinas
Segunda de cinco partes
POR UN INTERNO DE UNA CÁRCEL DEL DF
Ciudad de México (08 de enero de 2008).- Las noches tras las rejas son horas interminables en las que nadie puede dormir.
Los más afortunados cuentan con camarote, que son planchas de metal empotradas en la pared del ancho de un catre individual. Ahí dormimos de dos en dos.
Hay seis camarotes por celda, pero uno se utiliza como cocina o mesa multiusos y uno más de altar a la Santa Muerte o la Virgen de Guadalupe o, más eclécticamente, a la Santa Muerte, la Virgencita de Guadalupe, San Judas Tadeo, San Charbel y San Jesús Malverde.
Pero, imagínense, a ocho personas acomodadas de dos en dos en esos catres de metal, otro sentado en el excusado ya que así dormirá, y los restantes de pie o sentados en el suelo, mientras esperan el momento de acomodarse para tratar de dormir.
Seis o siete, nalga con nalga, en el suelo, otro más en una hamaca tendida de camarote a camarote sobre ellos, otros dos o tres sentados en los huecos y, finalmente, "los murciélagos", tres o dos, quizá cuatro, a los que les toca amarrarse del pecho a la puerta o a las escaleras para dormir de pie.
En estas condiciones se entiende que a nadie le haga ilusión dormir; por eso la rutina es de noches interminables hablando, planeando, aprendiendo bajo el confortable manto de la droga.
Amenazas, advertencias, plazos, cuotas, sentencias y hasta perdones en este cotidiano aquelarre. Todas las noches son cientos, miles de ceremonias informales que convierten cada celda en tribunal, conciliábulo, rave, conspiración o aula.
Juan Andrés acababa de cumplir 19 años cuando llegó al reclusorio. Es, o era, primodelincuente, o sea, de esas personas que llegan por primera vez a la cárcel, sean culpables o no, de todas formas son "primos".
Llegó acusado de robo de un celular; él decía que era inocente, quién sabe, pero se fue libre bajo fianza unos cuatro meses después. Fueron más de 120 días, y noches, en los que se volvió "piedroso", aprendió a "trabajar", fue reclutado por el "Carotas" y se integró a una banda de secuestradores exprés.
Un ejemplo entre miles de los egresados de estas escuelas nocturnas, de estos cursos intensivos en las universidades del crimen.
Eliseo se robó cuarenta y dos pesos. Estuvo tres meses en la cárcel y salió como miembro de una banda de asaltantes de cajeros automáticos. Jair, 20 años, se robó una chamarra; salió tres meses más tarde, salvajemente adicto al activo y como "proveedor" de autopartes.
Ellos, como yo, pasamos por estas clases, por este aprendizaje de las noches en prisión.
Muchos duermen de noche, muchos duermen de día; la mayor parte dormimos a ratos, cuando se puede y como se puede. Como en el viejo chiste, dormimos como bebés: nos despertamos cada dos horas, llorando. También la tristeza puede convertirse en rutina.
Quizá por eso aquí en la cárcel casi no hay saludos ni buenos deseos ni frases protocolariamente corteses. Quizá por eso aquí el tradicional "buenos días" se ha convertido en "menos días".
Pero sí, hay ratos de calma y silencio: Yo los aprovecho para ir al baño, o sea caminar solamente tres pasos entre los cuerpos dormidos en el suelo y casi sin luz, escribir estas impresiones antes de que se me olviden o se me confundan como otras muchas historias.
Además, en las noches y días de prisión se dan los más extraordinarios romances.
Uno de los espectáculos más frecuentes es ver a través de las rejas cómo -por patios, pasillos y azoteas- las gigantescas ratas le lamen los hocicos a los rechonchos y satisfechos gatos. Pero estas inusuales relaciones son apenas un atisbo de lo que sucede dentro de las celdas.
Hay enamoramientos, flirteos, celos, pasión, coquetería, intrigas, sexo, mucho sexo. Solamente falta un elemento: la mujer, aunque para muchos ni falta hace.
Ingrid dice que no ha tenido suerte con los hombres. "Siempre se han burlado de mí, aunque los he querido de veras y hasta los he mantenido, pero acaban golpeándome".
Hasta que se hartó y con una botella llena de "Presidente" le rompió la cabeza "al pior de todos", y luego con la botella rota lo picoteó y como gata lamió las heridas. "¿Nunca has probado la sangre con Presidente? ¿Adivina por dónde empecé a lamerle?".
Ingrid, por supuesto, es hombre; como lo son Verónica, Haydeé, Paulina, Francis, Paulette, Virginia, Samantha, Shakira y un larguísimo etcétera que recorren pasillos y dormitorios ofreciendo sus servicios, a oscuras o a plena luz del sol.
Marilyn cometió el error mayor. Aquél que aquí tiene las peores consecuencias: se enamoró, y lo que es todavía peor, se enamoró de un custodio.
Ella, él, lo explica como una fatalidad: "Era inevitable, es tan guapo, tan fuerte y cuando quiere te habla tan bonito que hasta se te olvida que estás en la cárcel".
Aunque el mismo custodio se encargaba de recordarle a punta de golpes, que sigue en prisión. Y no cabe duda que tenía la mano pesada, aunque era cuidadoso de cumplir la principal petición de Marilyn: "en la cara no".
Todas son, y perdón por la franqueza, horribles. Hombrunas, de rasgos duros y hasta brutales, feas, gordas, grotescas, sucias, viejas, ajadas. Todas, excepto Jacqueline.
A veces por las noches hay fiesta. "Los padrinos" inhalan coca, fuman mota y se emborrachan con cubetas llenas de alcohol de caña y Coca Cola. Como en cualquier cantina, a media luz, juegan, discuten, bromean, convidan a los custodios y a las tres o cuatro de la mañana mandan por "las muchachas" para bailar y "acabar bien la fiesta".
Cada uno de nosotros, los prisioneros, tenemos derecho de una visita íntima a la semana. Es la visita privada del cónyuge ya sea esposa o concubina; son unas veinte habitaciones para miles de reos que las solicitan.
A Irving lo venía a ver su esposa. Después de un mes se enteró que luego de verlo a él pasaba a "el pueblo" a visitar a otro reo que había conocido aquí en una visita. Irving ya salió libre, pero ella sigue viniendo.
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Como animales en estampida
Tercera de cinco partes
POR UN INTERNO DE UNA CÁRCEL DEL DF
Ciudad de México (09 de enero de 2008).- En los patios están los muchos que prefieren esperar el día jugando dominó o baraja, o los que ven televisión o copias pirata de los más populares estrenos en sus flamantes DVD o los que fuman mota con las grabadoras a todo volumen oyendo cumbias, boleros o narco-corridos.
Y es en esos patios donde se forman largas y apretadas filas, sobre todo apretadas, peor que en el Metro, para evitar que alguien se cuele en busca del "rancho", como llamamos al alimento diario.
La mayoría de los internos comemos "rancho", aunque hay dormitorios, los de los "payos" y los "padrinos" en los que prácticamente ni se toca porque aquí también, a pesar de Marx todavía hay clases.
En algunas ocasiones, y sólo por diversión, el custodio en turno ordena que "el rancho" se reparta al otro lado del patio.
Entonces, la compacta cuerda, apretada a más no poder, se desintegra y todos, como animales en estampida, cruzamos el patio porque nunca sabemos si el "rancho" alcanzará.
Por las mañanas, generalmente, el desayuno es de café negro, o algo que se le parece, un bolillo o telera y huevos, a veces revueltos, a veces duros y a veces no hay.
En las comidas no faltan los frijoles rancheros y las tortillas recién hechas; casi siempre hay alguna pieza de pollo o codillo o una especie de salchichas navegantes en un misterioso caldo.
Y por las noches volvemos al café con bolillo y, ocasionalmente, un sabroso arroz con leche.
El "rancho", como tantas otras cosas, es un gigantesco negocio.
Jonás es "ranchero" desde hace varios meses. Vende "por fuera" cada bolillo, botes de comida, roba del café y el arroz con leche y se impone, a fuerza de violencia, a la hora de repartir el "rancho". Nadie lo quiere, pero nadie le dice que no.
En prisión el fundamento de la readaptación está en la llamada Divina Trinidad: Estudio, Trabajo, Deporte. Lo repiten las autoridades y aseguran que así lo establecieron los que saben, y citan a Don Sergio García Ramírez.
Pero, casi como el estudio, el deporte no es algo que apasione practicar a las mayorías en la cárcel. Si acaso les gusta meterse al gimnasio por horas o ir a las barras metálicas en lo que aquí se llama "el valle de los mamados".
El trabajo lo puedes hacer en tres modalidades: primero, por tu cuenta, lavando ropa, planchando, fregando los cantones, haciendo la fajina, llevando y trayendo mandados, de guaruras, guardaespaldas, escoltas.
Segundo, trabajando para la institución en funciones de limpieza y mantenimiento y cobrando una módica e irregular gratificación.
Puede faltar el agua, la luz y hasta la comida, pero sobran los secretarios, asistentes, ayudantes, consejeros, asesores, guaruras, mayordomos, meseros, cocineros, pinches, porteros y, si se pudiera, choferes.
Todo por unos cuantos pesos diarios.
Y tercero, trabajando como "comisionado" para la institución, sin paga, pero ganando beneficios como reducción de penas, externaciones, etcétera. Son los cocineros, panaderos, secretarios, mensajeros y office boy, aquí llamados "estafetas".
También hay muchos que se dedican al comercio. Tienen principalmente, negocios de comida.
Hay puestos de tacos de canasta, de guisado, de bistec, de suadero, longaniza, al pastor, de "gua gua coa", de birria, quesadillas, sopes, huaraches, tortas, pambazos, hamburguesas, hot dogs, hot cakes, pan dulce, atole, café, té, licuados, arroz chino, migas los miércoles, pozole los viernes.
Del sabor no hay queja, de los ingredientes y limpieza, mejor ni hablamos.
En fin, esa es la Divina Trinidad de la readaptación: Estudio, Trabajo y Deporte.
Como decía la profesora Enriqueta, del Departamento de Sicología: "Las cárceles están llenas de pobres y pendejos o de pobres pendejos; porque los buenos siguen afuera, los malos son los que están aquí; son tan malos que los atraparon".
Como la historia de Manuel y los Chávez.
El mismo Manuel la cuenta ahora con un lamento ante la ironía de la vida.
A nadie odiaba más en el mundo que a los Chávez. Y había prometido matar a los tres.
Cuando tenía 18 años, una noche lluviosa de septiembre, Don Eliseo, su papá, recibió una visita. Era Don Chávez con sus dos hijos y pensó que querían hablar en privado. Salió de su casa para que no lo oyeran su mujer y sus ocho hijos.
Nunca se las malició. Quizá porque Juan Chávez era de toda su confianza, amigo de siempre, aunque trajeran una bronca de dinero.
Con el ruido de la lluvia sobre la puerta de lámina y el escándalo de la tele, nadie oyó nada, hasta que Manuel vio el charco de sangre que se metía por debajo de la puerta. Afuera sólo quedaba el cadáver de su padre, cosido a puñaladas y con la cara destrozada.
Manuel juró vengarse. Y un miércoles por la tarde se coló en la carnicería de Juan Chávez y, detrás del refrigerador y debajo de la báscula, con sus propios cuchillos y mazos, lo mató.
Ni huyó ni se escondió. Se despidió de su familia y llegó aquí, a la cárcel. Los Chávez se la sentenciaron a muerte y en prisión ya lo estaban esperando.
Pero "El Gorila", otro recluso, le hizo el paro. Lo hizo su "monstruo": siervo, cocinero, lavandero, mensajero, escolta, esclavo... todo a cambio de protección.
Afuera, los Chávez seguían con su venganza contra Manuel: asesinaron a su hermano Elías y golpearon, violaron y mataron a su hermanita Angela.
Un día, "El Gorila" le dio a Manuel una punta y unos fierros para proteger a unos primos que cayeron en la cárcel. Fue muy claro: con su vida respondía por la vida de los otros dos.
Cosas del destino, esos dos eran los hermanos Chávez. Ahora, todo el día vemos juntos a Manuel y los Chávez, seguramente como andaban juntos de niños y sus papás eran amigos.
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Chito, Don Félix y el reino del celular
Cuarta de cinco partes
POR UN INTERNO DE UNA CÁRCEL DEL DF
Ciudad de México (10 de enero de 2008).- Dicen, y dicen bien, que la información es poder. Aquí en la cárcel lo comprobamos quizás mejor y más inmediatamente que en cualquier otro sitio.
Nuestras prisiones pueden ser lugares de reclusión, de aislamiento, pero nunca de incomunicación.
Como todas las sociedades, la cárcel crea sus propios sistemas de información. El sistema interno se basa en el rumor, que aquí viaja a la velocidad de la luz.
Un día por la tarde, al acabar la visita, un grupo de cuatro atacó, robó y picó a un muchacho. Lo vi claramente. El agredido trató de detener con la mano el borbotón de sangre mientras corría, cojeando, al servicio médico.
La larga avenida que pasa frente a las entradas de los dormitorios y lleva al servicio médico siempre está llena de gente caminando, vendiendo, robando, ofreciendo mota. Ese día no hubo ninguno, ni uno solo que lo ayudáramos.
Los que estaban en su camino se iban abriendo paro dejarlo pasar y, de ser posible, no mancharse de sangre.
Para cuando llegué a mi dormitorio todo mundo estaba enterado y cuando llegué a la celda me describieron en detalle lo que pasó: el nombre del herido, quiénes lo hicieron y lo que le quitaron. No habían pasado ni cinco minutos.
Aquí se sabe todo, incluido lo que pasa en el "México real". Sabemos inmediatamente de los operativos en Iztapalapa o Tepito, de las detenciones en San Lorenzo Tezonco o El Peñón Viejo, de los muertos hallados por El Hoyo o en Canal Nacional, de las guerras de bandas en Santa Lucía o la Cuchilla.
No importa estar dentro o fuera de la cárcel, lo que importa es no salirse de la jugada. Y para eso hay muchos canales por los que la información fluye: personales, escritos, telefónicos. Obviamente mientras más privados, mejor, como un celular.
Aquí adentro no es difícil tener un celular, pero sí es caro y riesgoso.
Al "Chito", que estaba en un cantón con narcos poderosos, le encontraron un celular. Los custodios sabían que no era de él, pero el "Chito" aguantó, no se ponchó ni borregueó, solamente repetía que no sabía de quién era.
Se lo llevaron a las celdas de castigo. Horas después lo sacaron. Por supuesto, los narcos habían negociado y pagado. Todo quedó en 60 mil pesos.
Eso pasa cuando las cosas no se hacen bien y con discreción. En los dormitorios de "los payos" hay muchos celulares, así como en las celdas de los presos poderosos.
Creo que quizá, de todos los reclusorios y penitenciarías, el único prisionero célebre al que se mantuvo realmente incomunicado fue a Carlos Ahumada.
Para evitar los castigos por tener un celular la vía más común es pagar "renta" a los custodios. Así se hacen de la vista gorda o nos avisan de los operativos.
Además, el teléfono se debe usar poco, lo estrictamente necesario; en su mayoría, llamadas breves, en claves y códigos. Pero puede usted estar completamente seguro de que diariamente de los penales salen cientos, quizá miles de llamadas de celular.
Don Félix capitanea una parte importante de una banda internacional de robacoches; lo hace desde aquí, desde la cárcel. A horas preestablecidas, con gran puntualidad, se enlaza a través de su celular con sus "socios", algunos afuera y otros... ¡en otras prisiones!
Puente Grande, Topo Chico, La Palma, los reclusorios del Distrito Federal, Santa Martha, y en general cualquier penal puede intercomunicarse.
Lo hacen diariamente por medio de celulares que se enlazan por los teléfonos convencionales y sus servicios prácticos "llamada en espera", "sígueme" o "tres en uno".
Son virtuales "juntas de trabajo".
En cambio, el universo de los teléfonos convencionales es totalmente distinto.
Si Telmex supiera lo que pasa aquí adentro con sus aparatos y sus líneas, seguramente les pondría más atención.
Hay poco más de cien teléfonos públicos por penal, de los cuales generalmente sirven la mitad. Son unos sesenta u ochenta teléfonos para poblaciones de miles de personas con necesidades, urgencias reales de comunicación.
Pero si los aparatos no funcionan realmente el menos culpable es Telmex.
Diariamente son dañados, maltratados, golpeados, pintados por muchos de sus usuarios. Si la esposa se fue, el compadre no aparece, el abogado se hace "güey", el de la fianza no te presta, es el teléfono el que la paga.
Hay imágenes como para recomendárselas a Arturo Elías o a Carlos Alazraki para una campaña, en las que el teléfono se convierte en nuestro fetiche y se transforma en la persona con la que hablamos. Los teléfonos son abrazados, acariciados, apapachados o insultados, golpeados, pateados de acuerdo cómo nos vaya en la conversación.
Nunca falta el ingeniero que, desesperado porque no hay línea, aprieta compulsivamente todos los botones, mete y saca la tarjeta, cuelga y descuelga una y otra vez hasta que, finalmente tecnología mexicana, termina agarrando a madrazos el aparato.
Y aún así, muchos siguen funcionando.
Uno de los negocios más florecientes aquí en la cárcel es la venta y renta de claves telefónicas. De directorios telefónicos, preferentemente empresariales, obtienen los números telefónicos y claves de compañías de México, Monterrey, Veracruz, León, Acapulco, Mérida y "se cuelgan" de ellas, se las piratean y llaman con cargo al número de las empresas.
He visto cómo llaman a Estados Unidos, España, Brasil, Argentina y, desde luego, muchos a Colombia, Venezuela y Bolivia. Son llamadas de negocios que pueden tardar hora y media o dos horas.
Éstos son solamente algunos de los negocios y especialidades con los teléfonos. Hay quienes se especializan en tarjetas con chips recargables, hay otros que venden tarjetas robadas.
Por eso se dice que la información es poder. Cuando menos en la cárcel lo es.
Según el sapo es la pedrada
Quinta y última parte
POR UN INTERNO DE UNA CÁRCEL DEL DF
Ciudad de México (11 de enero de 2008).- Todos somos expertos. A mí me ha tocado con homicidas, violadores, secuestradores, narcos, defraudadores, pandilleros, polleros, clonadores de tarjetas, raterotes, raterillos, policías encubiertos, extorsionadores y, también, inocentes y locos. Pero todos expertos.
La cárcel, como se ha dicho, no es una escuela del crimen, es una auténtica universidad, cuyos egresados cada vez encuentran más trabajo en las calles. No hay problema de desempleo, muchas veces la chamba se consigue desde aquí adentro.
Es asombroso lo que saben y no se engañan; entienden en qué se equivocaron, saben quién los puso, no confían en nadie no probado, ni amigos, cómplices o familiares y mucho menos en "la tira". Sin embargo, comienzan de nuevo, saben mejor con quién sí y con quién no, y comienzan a tejerse nuevas redes de la inmensa telaraña.
No son habladurías, "guaguareos" o exageraciones, sino el intercambio de información no clasificada pero útil que se comparte noche tras noche.
Los viejos se jactan y los jóvenes, la mayoría, abren sus inyectados ojos.
Saben cómo son los detalles de las joyas más sofisticadas, cuáles las características de los relojes finos, cuántos los equipos de seguridad de los autos más caros, quiénes los responsables de custodiar a personajes políticos, empresariales, del espectáculo o del deporte. No lo suponen, lo saben.
En una de esas noches, ricas en referencias, marcas, nombres, datos, había dos de la Mara Salvatrucha. Al principio no sabían de qué se hablaba, en la madrugada ya hasta apuntes habían tomado con disimulo.
Las bandas actualizan permanentemente su información y renuevan su personal. Todas reunidas, y no nada más juntas sino hacinadas, obligadas a convivir y sobrevivir juntas.
Pero no pensemos que se limitan solamente a la República Mexicana. También se habla de quiénes compraron propiedades en Coronado o San Diego, de quiénes descansan en la Isla del Padre o los que compraron en Key Biscayne y cenan en el Capital Grill.
Sin salir de la celda he recorrido Centroamérica, desde Belice hasta Panamá; he aterrizado en Barranquilla, Boyacá o Cundinamarca; he recorrido los muelles y las Atarazanas en Barcelona; he llegado hasta Ammán y Damasco.
Es otra forma de conocer y recorrer el mundo.
Son miles y miles que duermen todo el día y se despiertan nomás al "rancho", que se la pasan "incubando" laicos, piojos, que no hacen más que perder el tiempo pensando cómo conseguir dinero urgente.
Y esos son los que menos daño hacen. Están también los otros, los que no trabajan, pero sí se levantan, despiertos, listos para trabajar, para seguir trabajando en lo que saben: robar, asesinar, secuestrar, extorsionar.
Y también son miles y miles, cada vez más, que entran diariamente a esta universidad del crimen a especializarse, con la seguridad de que la mayoría saldrá con un trabajo garantizado.
A sus 21 años de edad, Aníbal nunca ha tenido un empleo formal. Ha hecho muchas solicitudes sin suerte. Está aquí por robo de autopartes, aunque estudió programación. Aquí sus conocimientos han sido valorados. Le urge salir porque ya tiene un trabajo: lo reclutó una banda de clonadores de tarjetas.
El trabajo ennoblece y, finalmente, Aníbal consiguió uno.
A Leonardo se le había complicado la vida, pues le desmantelaron su red de clonadores de tarjetas; sin embargo, en menos de dos meses ya tenía una nueva, ahora de secuestradores. Los reclutó entre los jóvenes presos.
Leonardo valoraba su inteligencia y habilidades, sus deseos, sus deseos y necesidades, sobre todo hablaba con los que se iban a ir más pronto y les contaba del gran mundo, del otro, del de los ricos y los ponía en contacto con la gente de fuera, su gente que, por cierto, ya los tiene "trabajando".
Aunque el reglamento señala que no se deben mezclar sentenciados con procesados, la realidad es que es una combinación permanente.
Estas mescolanzas se dan a todos los niveles, pero especialmente en Ingreso y COC (Centro de Observación y Clasificación). Ahí, de entrada, no hay la menor diferencia entre un reo y otro; las únicas diferencias las hace el dinero.
Las cárceles no son escuelas, son universidades del crimen. Y, por cierto, universidades muy caras, como la Ibero, el Tec, la Anáhuac o una maestría en el ITAM.
Aquí todo cuesta, y con dinero todo o casi todo, se puede.
Los custodios afirman que para su trabajo necesitan ser sicólogos. Algo hay de eso, pero más que sicología lo que han desarrollado es una habilidad natural para conocer y reconocer a los reos, principalmente en sus capacidades económicas.
Si bien todo tiene una tarifa, nos encontramos ante el sistema tarifario más variado y flexible del mundo, que solamente responde al principio financiero que asegura: "según el sapo es la piedra". Por eso es tan importante saber reconocer al sapo.
Para un custodio solamente hay dos tipos de internos: los "erizos" y los "padrinos" o "payos". Los primeros no tienen dinero y lo tienen que conseguir haciendo "la fajina": limpiar los patios, llenos de orines y excrementos ¡con las manos!, recoger basura por basura, escupitajo por escupitajo, acarrear los tambos de basura, limpiar escaleras y pasillos, etcétera.
"Los padrinos" son los mimados del sistema. Tienen TV, propia o alquilada, DVD, VCD, grabadoras, walkmans, ventiladores, hornos de microondas, sartenes eléctricos, lámparas, regaderas eléctricas, licuadoras, planchas. Todo se puede, o casi todo.
Ropa nueva, cobijas, joyas, altares, cocineros, meseros, escoltas, lavanderos, mensajeros. A veces pagan mensualmente, semanalmente, diariamente o por evento.
De este dinero, el de "los payos", hay más movimiento en los reclusorios que en las penitenciarías. Y éste es solamente el dinero chico, el circulante, el de diario. El otro, el importante, es el que no se ve.
Bastaría un día aquí, sólo un día para entender que la cárcel no es la solución sino un inmenso problema, no solamente para los que estamos adentro y nuestras familias, sino para todo mundo, para toda la sociedad.
En la descascarada pared de una celda que me ha tocado, sentenciaba una cuarteta:
"Adiós pinche reclusorio
de tus muros me alejo,
bien sabes que no estuve aquí por ladrón,
sino que caí por pendejo".
Una completa confesión de arrepentimiento y de readaptación. Así vuelven a las calles.